CARTAS ROSACRUCES “LA
DOCTRINA SECRETA”
Carta IV
El fundamento de la entera Doctrina Secreta, fundamento del cual
resulta el conocimiento de los más profundos misterios del universo, es tan
sencillo que su significación puede comprenderla un niño, pero en razón de su
simplicidad es universalmente desdeñado y no comprendido por aquellos que
anhelan lo complejo y las ilusiones. Ama a Dios sobre todas las cosas y al
prójimo como a ti mismo. Un conocimiento práctico de esta verdad es todo cuanto
se requiere para entrar en el templo en donde puede uno obtener la sabiduría
divina.
No podemos conocer la causa de todo bien a menos que nos
aproximemos a ella; y no podemos aproximarnos a ella, a menos que la amemos y
que por nuestro amor seamos a ella atraídos. No podemos amarla a no ser que la
sintamos, y no podemos sentirla a menos que exista en nosotros mismos. Para
amar al bien, debemos ser nosotros mismos buenos; para amar al bien sobre todas
las cosas, el sentimiento de verdad, el de justicia y el de armonía deben
sobrepasar y absorber a cada uno de los otros sentimientos; debemos cesar de
vivir en la esfera del yo, que es la del mal, y empezar a vivir en el seno del
elemento divino de la humanidad como en un todo; debemos amar aquello que es
divino en la humanidad, tanto como aquello que dentro de nosotros mismos es
divino. Si es alcanzado este estado supremo,
en el cual
habremos olvidado por
completo nuestros egos,
el intelectual y el animal, y en el que gracias a nuestro amor a Dios
nos habremos convertido en uno mismo con Dios, no existirán entonces secretos
ni en los cielos ni en la tierra que sean inaccesibles para nosotros.
¿Qué es el conocimiento de Dios más que el conocimiento del bien
y del mal? Dios es la causa de todo bien, y el bien es el origen del mal. El
mal es la reacción del bien en el mismo sentido en que las tinieblas son la
reacción de la luz. El fuego divino del cual procede la luz no es causa de la
menor oscuridad, pero la luz que radia del centro flamígero no puede llegar a
manifestarse sin la presencia de las tinieblas, ni, sin la presencia de la luz,
serían las tinieblas conocidas.
Existen por consiguiente, dos principios: el principio del bien
y el principio del mal, brotando ambos de la misma raíz, en la cual no existe,
como quiera que sea, mal alguno; sólo reside en ella el bien absoluto e
inconcebible. Es el hombre un producto de la manifestación del principio del
bien y únicamente en el bien puede encontrar la felicidad, puesto que la
condición que necesita todo ser para ser feliz es el vivir en el elemento al
cual su naturaleza pertenece. Aquellos que han nacido en el bien serán felices
en el bien; aquellos que han nacido para el mal, nada desearán más que el mal.
Aquellos que han nacido en la luz, buscarán la luz, y los que pertenecen a las
tinieblas, sólo buscarán las tinieblas. Siendo el hombre un hijo de la luz, no
será feliz mientras exista en su naturaleza una sombra de tinieblas. El hombre
cuyo principio fundamental es el bien no encontrará la paz mientras exista en
su interior una chispa tan sólo de mal.
El alma del hombre es como un jardín, en el cual existen
sembradas un número casi infinito de semillas diferentes. Estas semillas pueden
dar origen a plantas bellas y saludables o a plantas deformes y nocivas. El
fuego del cual estas plantas reciben el calor necesario para su desarrollo es
la voluntad. Si la voluntad es buena, desarrollará plantas bellas; si es mala,
dará lugar a que crezcan plantas deformes. El principal objeto de la existencia
del hombre en esta tierra es la purificación de la voluntad y el cultivo de la
misma hasta que se convierta en una enérgica potencia espiritual. El único
medio para purificar la voluntad es la acción, y para lograrlo, todas nuestras
acciones tienen que ser buenas, hasta que el obrar bien se convierta en una
mera cuestión de costumbre cuando en la voluntad cese todo deseo hacia el mal.
¿De qué provecho sería para ti el conocer intelectualmente los
misterios de la Trinidad y el poder hablar sabiamente acerca de los atributos
del Logos, si en el altar de tu corazón no ardiese el fuego del amor divino y
si la Luz del Cristo no brillase en tu templo? Tu inteligencia abandonada por
el espíritu que da la vida se desvanecerá y perecerá, y con ella perecerás tú,
a menos que la llama del amor espiritual arda en tu corazón con la luz de la
conciencia eterna. Si no estás en posesión del amor hacia el bien, más te vale
permanecer sumido en la ignorancia, porque así pecarás ignorantemente y no
serás responsable de tus actos; pero aquellos
que la verdad
conocen, y que la
desprecian a causa
de su mala voluntad, son los que sufrirán, puesto que
cometen un "pecado imperdonable", conscientemente y a sabiendas, el
pecado contra la verdad santa y espiritual. Al verdadero Rosacruz, cuyo corazón
arde con el fuego del amor divino hacia el bien, la luz de éste iluminará su
mente, le inspirará buenos sentimientos y le hará llevar a efecto buenas
acciones. No necesitará de maestro mortal alguno que le enseñe la verdad,
porque se encontrará penetrado por el espíritu de sabiduría, que será su
verdadero Maestro.
Todas las ciencias y artes mundanas son despreciables y pueriles
ante la excelencia de esta sabiduría divina. La posesión de la sabiduría del
mundo no tiene valor permanente; pero la posesión de la sabiduría divina es
imperecedera y eterna. No puede en manera alguna existir la sabiduría divina
sin el amor divino, porque la sabiduría es la unión del saber espiritual con el
amor espiritual, de lo que resulta el poder espiritual. Aquel que no conoce el
amor divino no conoce a Dios, porque Dios es la fuente y el centro flamígero
del amor. Y por esto se ha dicho que, aunque penetremos todos los misterios,
poseamos el entero saber y hagamos obras buenas, si no poseemos amor divino, no
sirve de nada, puesto que únicamente por medio del amor podemos conquistar la
inmortalidad.
¿Qué es el amor? Un poder universal que procede del centro del
cual el Universo ha sido desenvuelto. En los reinos elemental y animal obra a
manera de fuerza ciega de atracción; en el reino vegetal obtiene los rudimentos
de los instintos, que en el reino animal se desarrollan por completo; en el
reino humano se convierte en pasión, la cual si obra en la dirección debida,
hacia su fuente eterna, elevará al hombre hasta un estado divino; pero si es
pervertida, lo conducirá a la destrucción. En el reino espiritual, es decir en
el del hombre regenerado, el amor se transforma en un poder espiritual,
consciente y viviente. Para la mayoría
de los hombres
de nuestra civilización
actual el amor
no es más que un sentimiento, y el amor verdaderamente
divino y poderoso es casi desconocido entre la humanidad. Aquel sentimiento
superficial al que los hombres llaman amor es un elemento semianimal, débil e
impotente; pero, sin embargo, lo suficientemente poderoso para guiar o extraviar
a la humanidad. Podemos elegir entre amar una cosa o no amarla, pero un amor
tan superficial no penetra mas allá de los estados superficiales del alma del
objeto amado. El poseer el amor divino no depende de la elección, es un don del
espíritu que reside en lo interior, es un producto de nuestra propia evolución
espiritual, y únicamente los que han llegado a aquel estado pueden poseerlo. No
es posible que alguien más que aquel que ha alcanzado este estado de existencia
conozca lo que es este amor espiritual y divino; pero aquel que lo ha obtenido
sabe que es un poder omnipenetrante que, brotando del centro del corazón y
penetrando en el corazón de aquello que se ama, evoca a la vida a los gérmenes
de amor allí contenidos. A este Amor espiritual, llámale, si te parece mejor,
Voluntad espiritual, Vida espiritual, Luz espiritual, pues es todo esto y mucho
más porque todos los poderes espirituales brotan de un solo centro eterno, y
culminan por fin otra vez en un poder, a manera del vértice de una pirámide de
muchos lados. A este punto, a este poder, a este centro, a esta luz, a esta
vida, a este todo se le llama Dios, la causa de todo bien, aunque la palabra es
un mero vocablo sin significación para aquellos que no están en posesión de
ella, y que ni siquiera pueden concebirla, pues ni sienten ni conocen a Dios en
sus propios corazones.
¿Cómo podemos obtener este poder espiritual de amar, de buena
voluntad, de luz y de vida eterna? No podemos amar una cosa a menos que sepamos
que es buena; no podemos conocer si una cosa es buena o mala sin sentirla; no
podemos sentirla a menos que nos aproximemos a ella; no podemos aproximarnos a
una cosa si no la amamos, y giraríamos eternamente en un circulo vicioso sin
acercarnos jamás a la eterna verdad si no fuera por la influencia continua del
Sol Espiritual de Verdad, que al centro del corazón humano lanza sus rayos, y
atrayéndolo instintiva e inconscientemente, transforma el movimiento circular
en movimiento en espiral, arrastrando de este modo, debido a la "Luz de
gracia", a los hombres hacia aquel centro, a pesar y en contra de sus
propias inclinaciones.
Se ha dicho
que la inclinación
del hombre hacia
el mal es
más fuerte que
la que experimenta hacia el bien,
y esto es indudablemente cierto, puesto que con el estado presente de la
evolución del hombre, sus actividades y tendencias animales son todavía muy
fuertes, mientras que sus principios más espirituales y elevados no se han
desarrollado lo suficiente para poseer la conciencia de sí mismos y la fuerza
consiguiente. Pero mientras las inclinaciones animales del hombre son mas
enérgicas que sus propios poderes espirituales, la luz eterna y divina que le
atrae hacia el centro es mucho más poderosa, y a menos que el hombre se resista
al poder del amor divino, prefiriendo ser absorbido por el mal, será atraído
continua e inconscientemente hacia el centro de amor. Por lo tanto, el hombre,
aunque hasta cierto punto es víctima indefensa de poderes invisibles, es, sin
embargo, hasta el punto en que hace uso de su razón, un agente libre; pero
hasta que su razón es perfecta no puede ser por completo libre, y su razón
puede únicamente convertirse en perfecta si vibra al unísono y en armonía con
la Razón Divina (universal). El hombre por lo tanto sólo puede llegar a ser
completamente libre obedeciendo la Ley.
Sólo puede existir una Razón Suprema, una Ley Suprema, una
Sabiduría Suprema; en otras palabras UN DIOS, porque la palabra Dios significa
el punto culminante de todos los poderes, tanto espirituales como físicos, que
existen en el Universo; significa el Centro Unico, del cual todas las cosas,
todas las actividades, todos los atributos, facultades, funciones y principios
han procedido, y en el cual todos ellos culminarán por fin. El hombre sólo
puede esperar la realización de su objeto mientras obre siempre en armonía con
la ley universal, puesto que la teoría universalmente reconocida de la
supervivencia de los más aptos, y la verdad absoluta de que el fuerte es mas
fuerte que el débil, son tan ciertas en el reino del espíritu como en el reino de la mecánica.
Una gota de agua no puede por sus propios esfuerzos discurrir en sentido
contrario al de la corriente en la cual existe,¿y qué es el hombre, con toda su vanidad y pretensiones de
sabiduría, más que una gota en el océano de la vida universal?
Para poder obedecer la Ley, necesitamos aprender a conocerla;
pero ¿en dónde puede uno esperar aprender la ley pura y la ley adulterada, más
que en el estudio de la naturaleza espiritual y material, o sea en sus aspectos
interno y externo? Sólo existe Un Libro, de cuyo estudio necesita el ocultista,
y en el cual la totalidad de la Doctrina Secreta, con todos los misterios, que
conocen únicamente los Iniciados, se halla contenida. Es un libro que jamás ha
sufrido falsificaciones ni traducciones erróneas; es un libro que nunca ha sido
objeto de fraudes piadosos ni de interpretaciones absurdas; es un libro que,
sin el menor desembolso, cualquiera y en cualquier lugar puede obtenerlo. Está
escrito en un lenguaje que todos pueden comprender importando bien poco cuál sea
su nacionalidad. El título de este libro es M., que significa: El Macrocosmo y
el Microcosmo de la Naturaleza reunidos en un volumen. El poder leer este libro
correctamente exige poderlo hacer no sólo con el ojo de la inteligencia, sino
que es necesario además leerlo con el ojo del Espíritu. Si sus páginas son
iluminadas solamente por la fría luz de la luna, por la luz del cerebro,
parecerán muertas, y aprenderemos únicamente lo que en su superficie figura
impreso; pero si la luz divina del amor ilumina sus páginas radiando del centro
del corazón, comenzarán a vivir y los siete sellos con que algunos de sus
capítulos están sellados, serán rotos, y levantados unos velos tras otros,
conoceremos los misterios divinos que el Santuario de la Naturaleza contiene.
Sin esta luz divina del amor es inútil intentar penetrar en las
tinieblas en donde los más profundos misterios permanecen. Aquellos que
estudian la naturaleza con la mera luz externa de los sentidos, nada conocerán
de ella más que su máscara exterior, en vano pedirán que se les enseñen los
misterios que únicamente con la luz del espíritu pueden ser contemplados,
porque la luz del espíritu ha brillado eternamente en las tinieblas, pero las
tinieblas no la comprendieron.
¿En dónde podemos esperar encontrar esta luz del espíritu, mas
que en el interior de nosotros mismos? El hombre nada puede conocer excepto
aquello que ya dentro de sí mismo existe. No puede ver, oír ni percibir cosa
alguna externa; puede únicamente contemplar las imágenes y experimentar las sensaciones
a que den lugar los objetos exteriores en su conciencia. Todo cuanto pertenece
al hombre, excepto su forma externa, es un epítome, una imagen, una contraparte
del universo. El hombre es el Microcosmo de la naturaleza, y en él se halla
contenido, germinalmente o en un estado mas o menos desarrollado, todo cuanto
la naturaleza contiene. En él residen Dios, Cristo y el Espíritu Santo. En él
la Trinidad se halla contenida, así como los elementos de los reinos mineral,
vegetal, animal y espiritual; él contiene el Cielo, el Infierno y el
Purgatorio; todo en él se halla contenido, porque es la imagen de Dios, y Dios
es la causa de cada una de las cosas que existen, y nada existe que no sea una
manifestación de Dios, y acerca de lo cual pueda dejar de decirse en cierto
sentido que sea Dios o la sustancia de Dios.
La totalidad del universo y todo cuanto el mismo contiene es la
manifestación exterior de aquella Causa o Poder interno, al cual los hombres
llaman "Dios". Para estudiar las manifestaciones externas
de aquel poder
tenemos que estudiar
las impresiones que producen en el interior de nosotros
mismos. Nada podemos conocer, sea lo que sea, fuera de lo que existe dentro de nosotros mismos, y por lo tanto, aun
el estudio de la naturaleza externa no es ni puede ser nada más que el estudio
del yo, o en otras palabras, el estudio de las sensaciones internas que causas
externas han originado dentro de nosotros mismos. No puede el hombre
positivamente y en manera alguna conocer nada excepto aquello que ve, siente o
percibe en el interior de sí mismo; todos sus llamados conocimientos acerca de
las cosas exteriores son
meras especulaciones y
suposiciones o, todo
lo más, verdades relativas.
Si no es posible que el hombre conozca nada respecto a las cosas
externas, excepto aquello que ve, siente o percibe dentro de sí mismo, ¿cómo es
posible que pueda saber nada en lo referente a las cosas internas como no sean
sus manifestaciones en su propio interior? Todos aquellos que buscan un Dios externo,
mientras que niegan a Dios en sus corazones, le buscarán en vano; todos
aquellos que adoran a un rey desconocido de la creación, mientras ahogan al rey
recién nacido en la cuna de sus propios corazones, adoran una mera ilusión. Si
deseamos conocer a Dios y obtener la Sabiduría Divina, tenemos que estudiar la
actividad del Divino Principio en el interior de nuestros corazones, escuchar
su voz con el oído de la inteligencia y leer sus palabras con la luz de su amor
divino, porque el único Dios acerca del cual puede el hombre conocer algo es su
propio Dios personal, uno e idéntico con el Dios del Universo. En otras
palabras, es el Dios universal entrando en relación con el hombre, en el mismo
hombre, y alcanzando personalidad por medio del organismo que llamamos hombre;
y así es como Dios se convierte en hombre, y el hombre se transforma en Dios,
convirtiéndose de este modo el hombre en un Dios, cuando obtiene el
conocimiento perfecto de su propio ego divino, o en otras palabras, cuando Dios
se ha hecho consciente de sí mismo y ha logrado en el hombre el conocimiento de
sí mismo.
No puede, por lo tanto, existir Sabiduría Divina sin el
conocimiento del propio yo Divino de uno mismo, y aquel que ha encontrado su
propio ego divino se ha convertido en sabio. No vayan nuestros especuladores
científicos y teológicos a ser tan presumidos como para figurarse que han
encontrado a su propio y divino ego. Si lo hubiesen encontrado estarían en
posesión de poderes divinos, a los que llaman los hombres "sobrenaturales",
porque han llegado a ser casi desconocidos entre la humanidad. Si los hombres
hubiesen encontrado sus propios egos divinos, no necesitarían ni más
predicadores ni más doctores, ni más libros, ni más instrucciones que su propio
Dios interno; pero la sabiduría de nuestros sabios no es de Dios; procede de
libros y fuentes externas y falibles. Aquel sentimiento del ego que los hombres
experimentan en sí mismos, y al cual llaman su propio yo, no es el del ego
divino, es el de su yo animal o intelectual, en el que su conciencia se halla
concentrada, y en cada hombre existen un gran número de variedades de estos
egos o yoes. Estos perecerán todos, y tienen que desaparecer antes de que el yo
Divino, que es universal y omnipresente, pueda entrar en existencia en el hombre.
Los hombres no conocen a sus propios yoes, animal y semianimal; de otra manera,
su aparición les llenaría de horror. Los nombres de la ambición principal de
muchos hombres, son envidia o codicia, sibaritismo o dinero, etc. Estos son los
poderes o0 dioses que gobiernan a los hombres y a las mujeres, y a los cuales
los hombres se agarran, a los cuales abrazan y acarician, y a los cuales
consideran como sus propios yoes. Estos
yoes o egos
asumen en cada
alma de hombre
una forma que corresponde a su carácter, porque cada
carácter corresponde a una forma o la produce. Pero estos yoes son ilusorios.
Carecen de vida propia, y se alimentan del principio de vida en el hombre;
viven gracias a su voluntad, y perecen con la vida del cuerpo o inmediatamente después.
Lo que en el hombre es inmortal, aquello que ha existido siempre y que para
siempre existirá, es el Espíritu Divino, y sólo aquellos elementos del hombre
que son perfectos y puros, y que se han unido con el espíritu, continuarán
viviendo en él y por medio de él.
Este ego divino no experimenta el sentimiento de separación que
domina a nuestros yoes inferiores, es universal como el espacio, no establece
distinción alguna entre sí mismo y cualquier otro de los seres humanos, se ve a
sí mismo, y se reconoce él mismo en todos los demás seres, vive y siente en
otros, pero no muere con los otros, porque siendo ya perfecto, no requiere ya
mas transformaciones. Este es el Dios o Brahm, a quien únicamente puede conocer
el que se ha convertido en divino, es el Cristo que jamás puede ser comprendido
por el Antecristo, que lleva sobre su frente el signo de la Bestia, que
simboliza el Intelectualismo sin Espiritualidad o
la ciencia sin
amor divino. Este
Dios puede ser conocido únicamente por medio del poder
de la Fe verdadera, la cual significa sabiduría espiritual, la cual penetra
hasta el centro ardiente de amor que en el propio corazón de uno existe. Este
es el centro de Amor, de Vida y de Luz, el origen de todos los poderes; en él
se hallan contenidos todos los gérmenes y misterios, fuente de la revelación
divina;y si encuentras tú la luz que desde aquel centro radia, no necesitarás
más enseñanzas, pues habrás encontrado la vida eterna y la verdad absoluta.
El gran error de nuestra época intelectual es el que crean los
hombres poder llegar al conocimiento de la verdad por mera especulación
intelectual, científica, filosófica o teológica y con sólo el raciocinio. Esto
es falso por completo, porque si bien un conocimiento de la teoría oculta debe
preceder a la práctica, sin embargo, si la verdad de una cosa no es confirmada,
experimentada y realizada por medio de la práctica, un mero conocimiento de la
teoría no sirve de nada. ¿De qué le servirá a un hombre el hablar mucho acerca
del amor y el repetir a manera de papagayo lo que ha oído, si no siente en su
corazón el poder divino del amor? ¿De qué le servirá a uno el hablar sabiamente
acerca de la sabiduría mientras no sea él sabio? Nadie puede llegar a ser un
buen artista, músico, soldado u hombre político con sólo leer libros; el poder
no es obtenido por la mera especulación, sino que requiere práctica. Para
conocer el bien, tenemos que pensar y obrar el bien; para experimentar la
sabiduría, tenemos que ser sabios. Un amor que no encuentra expresión alguna en
acciones, no obtiene fuerza; una caridad que sólo en nuestra imaginación
existe, permanecerá siempre imaginaria, a menos que sea expresada por medio de
actos. Siempre que tiene lugar una acción, una reacción es la consecuencia. Por
lo tanto, la práctica de buenas acciones robustecerá nuestro amor al bien, y en
donde tal amor exista, se manifestará en forma de acciones buenas.
Aquel que obra mal porque no sabe cómo obrar bien es digno de
compasión; pero aquel que sabe cómo obrar bien, y que intelectualmente está
convencido de que debe obrar así y sin embargo obra mal, es digno de condena.
Es, por lo tanto, peligroso para los hombres el recibir instrucción, en lo que
a la vida superior se refiere, durante tan largo tiempo como su voluntad sea
mala, puesto que después de saber distinguir entre el bien y el mal, si a pesar
de esto escogen el sendero del mal, su responsabilidad es todavía mucho mayor.
Estas cartas no hubieran sido jamás escritas si no se hubiese esperado que al
menos algunos de los lectores no se limitaran a comprender intelectualmente su
contenido, sino que entrarían en el camino práctico, cuya puerta es el
conocimiento del yo, que conduce por fin a la unión con Dios, y cuya
consecuencia primera es el reconocimiento del principio de la Fraternidad
Universal de la Humanidad.