LA FILOSOFÍA FUNDAMENTAL DEL BUDDHISMO
MANLY PALMER HALL
El Buddhismo se
funda en la doctrina de que la ignorancia es la causa de toda la miseria del
mundo, y de que solamente el conocimiento de sí mismo y de la relación de uno
con el Gran Plan puede combatir esta ignorancia. Enseñó el Buddha que de la
ignorancia nacen el pecado y la injusticia. Si el género humano pudiese ver
claro obraría rectamente, pero su visión enturbiada destruye el impulso de
actuar y pensar rectamente que son absolutamente necesarios para una vida
inteligente y una verdadera espiritualidad. Los dioses del Buddha fueron
hombres-dioses, seres humanos que se elevaron por si mismos por arriba de la
ignorancia de la raza y quienes, asentados en elevadas cumbres, examinaron el
fasto de la vida con esa plenitud que ennoblece todas las cosas, mientras el
hombre, habitando en los valles, ve tan poco que todo le parece mal.
Las Cuatro Nobles
Verdades concernientes a la sabiduría y a la ignorancia merecen la más
cuidadosa consideración. Buddha condenó la existencia a causa de todas las
miserias del mundo. Por existencia Él quería significar esa separatividad
individual en que la vida una se disocia temporariamente de la vida del Todo y
deviene muchas vidas. Éstas, no advirtiendo ya su unidad original y esencial,
ocasionan, en su ciega ignorancia, los pecados y dolores del mundo. Por eso la
primera de las Nobles Verdades es:
"El existir
como una personalidad separada condena al sufrimiento y al dolor".
El primer
sufrimiento podría ser caracterizado como el anhelo de las partes aisladas por
conocer el todo que ellas integran. El compuesto vehículo en que el hombre vive
consta de varios cuerpos y centros de sensación y de conciencia. El Buddha
enseñó que todos los frutos de la sensación eran pesares, y por eso llamaba
Asrava a la miseria, que quiere decir "excreciones provenientes del mundo
de la sensación". A diario vemos en torno nuestro los frutos cosechados
por quienes desean lo que no deben ni pueden tener, así como los resultados de
su tendencia a eludir las responsabilidades que deberían asumir. Sabemos que en
la mayoría de los casos los deseos y apetencias del hombre son la causa de su
propia desgracia. También enseñó el Buddha que el deseo de posesión del hombre
era su mayor enemigo, porque el pensamiento y el deseo de acumular le extravían
la razón y la inteligencia. Así llegamos a la segunda de las Cuatro Nobles
Verdades:
"La causa suprema de la miseria es el deseo de poseer y
conservar lo poseído".
El estar apegado a
algo implica sufrir en el momento de su pérdida y el despreciar u odiar algo
traerá el disgusto de su proximidad. El deseo de poseer algo que está fuera de
nuestro alcance normal es convertirse psicológicamente en un criminal y puede
llevar al robo, la violación o el crimen. El valorizar una cosa es el punto de
partida del deseo de poseerla; por eso el Buddha enseñaba a valorizar tan sólo
al recto conocimiento, que es lo único capaz de probar la inutilidad de todo lo
demás Cuando el alma comprende la inutilidad y la transitoriedad de las
posesiones se librará del deseo y habiéndose liberado del deseo habrá escapado
de la red que el rey de la muerte arroja para esclavizar las almas humanas.
Esto nos lleva a la comprensión de la tercera de las Cuatro Nobles Verdades:
"La liberación
del dolor se logra desechando todos los deseos salvo el de recto
conocimiento"'.
Al mismo tiempo
comprenderemos que el apego es la causa del temor a la muerte, y que cuando el
hombre no está identificado con sus cuerpos sus vaivenes lo dejarán imperturbado,
mientras que si los ama llorará su muerte y si los odia llorará con su
advenimiento. En tanto que sus ojos sean capaces de llorar, su alma no estará
aún madura para la sabiduría. Mientras sea capaz de acumular o repartir, será
incapaz para la sabiduría. En tanto aprecie algo por sobre todo será inapto
para la sabiduría, porque el perfecto control de si mismo es el Sendero Medio
entre la alegría y el dolor, entre el amor y el odio, entre la vida y la
muerte. El Sendero del Medio es el Sendero del Buddha. A fin de poder hollar
ese Sendero del Medio deberemos comprender la Cuarta Noble Verdad:
"El Sendero de
la liberación y de la cesación de todos los opuestos es el Óctuple Noble
Sendero, el sendero de la inmortalidad".
Los más antiguos
preceptos del Buddhismo establecen que no ha de hacerse mal a nadie, que todo
lo bueno debe ser favorecido y desarrollado y toda virtud fomentada, que la
mente, con sus múltiples y complejas funciones debe ser puesta bajo completo
dominio, y que este es el camino para llegar al Buddhado.
Hay toda una
grandiosa filosofía subyacente tras estas prescripciones, basada sobre ciertas
concepciones fundamentales. La primera de ellas es que la vida, tal como la
vemos en torno nuestro no representa la totalidad de la existencia. La existencia
guarda la misma relación con la vida que el tiempo con la eternidad. El tiempo
puede establecerse en cualquier punto de la eternidad, pero la eternidad será
siempre la suma del tiempo. Del mismo modo la existencia puede establecerse en
la vida pero la vida es la suma de la existencia. La existencia es irreal, la
vida es real. Lo único capaz de juzgar la pequeñez de la existencia es la
grandeza de la vida. El Buddha era evolucionista. Sus dioses eran dioses en
crecimiento. Jamás discutió acerca de la Causa Primera. Las almas a las que
sirvió eran almas que estaban creciendo. Los espíritus a los que asistió eran
espíritus en desarrollo. Enseñó que la evolución era el proceso de la
existencia reabsorbiéndose en la vida y que la más grande de todas las conquistas
era alcanzar el Nirvana, en el que el pasado, el presente y el futuro eran
absorbidos en el eterno ahora. También el Buddha enseñó que el apego a la
existencia impide la unidad con la vida, que el mal era todo cuanto
obstaculizaba el retorno de las partes a su fuente primigenia.
El Buddha vio que
había dos caminos, uno para el ignorante, obligado a girar ligado a la Rueda de
la Vida y de la Muerte en su sentido más estrecho; y el otro, para el sabio
que, por el conocimiento de si mismo y el autodominio podría liberarse de las
brasas a las que el ignorante se adhiere en agonía, y podría así hallar el
Sendero del Medio que, como el eterno ahora, separa el ayer muerto del mañana
sin nacer.
Esta era la
filosofía del Glorioso Buddha, la filosofía de desechar todo para que el alma
pudiera ganarlo todo. Enseñó que el deseo de alguna cosa exigía el sacrificar
valiosos tesoros para asegurar el objeto deseado, que probablemente era de
escaso valor y que valorizamos por el mero hecho de desearlo, y que por eso
mismo el deseo destruía el sentido de la valorización, pues el deseo coloca las
conquistas mundanas sobre las de la sabiduría y las personalidades sobre los
principios. De ahí que el Buddha reuniera las legiones de la lógica y el buen
sentido y atacara la Fortaleza del deseo predicando que el hombre era destruido
por sus deseos, que su alma estaba sepultada bajo sus acumulaciones y que
su espíritu era un esclavo de las chillonas chucherías de
que se había rodeado. Enseñó Él que el rico no tiene descanso pues ha de dormir
sobre las bolsas de dinero con la espada en la mano para defenderlas, y el
pobre tampoco lo tiene porque siempre es aniquilado en su tentativa de sustraer
riquezas del montón del rico. En la disolución del universo estarán viendo el
vacío sobre el cual disputaban, comprendiendo que se habían atado a sus
posesiones y que, no habiendo construido nada en el interior, carecían con que
enfrentar la eternidad.
El Buddha creía en
la ley, fija e inmutable. La Naturaleza tal como Él la entendía, era buena,
creciendo libre del deseo, que era su símbolo de todo mal. De ahí que la
Naturaleza, siendo impersonal, no tolere caprichos y no preste atención si los
que tritura en el eterno rodar de Su mecanismo son santos o pecadores. El
Buddha no prometió ninguna expiación vicaria a sus seguidores, enseñando que
fuese lo que fuese Dios, amaba a todas las cosas por igual y que distaba mucho
de ser indulgente con los caprichos de la humanidad.
Comprendió que este
Globo en que vivimos y esos mundos que conocemos sólo existen un instante en el
espacio, que todo lo visible cambia constantemente y que, ciertamente, lo que
hoy florece mañana decae. Simbolizaba, como los brahmanes que le precedieron,
al mundo como un agitado océano sobre el cual la humanidad se mantiene a flote
en pequeños barcos embestidos por los vientos, cada uno tratando de guiar su
barca hacia algún puerto determinado. Inútil será tratar de forjar una idea de
una ola porque antes de terminar su imagen, habrá cambiado y desaparecido. Así
pasa con las cosas vivientes. Sería inútil tratar de colocar una señal en el
mar porque no hay nada fijo sobre qué instalarla. El mar es la vida, tal como
lo vemos siempre cambiante, sin repetirse jamás. Quien trate de seguir sus
modalidades habrá de tener tantas en si como el mar. Quien en ella busque algo
permanente estará tras un inalcanzable fuego fatuo. Así como Jesús caminó sobre
las aguas también el Buddha enseñó a sus discípulos a mantenerse firmes sobre las olas, y mediante
el claro desapasionamiento de sus mentes servir a lo permanente en todo y no
ser desviados por la blanca espuma y las rompientes olas que, como toda empresa
humana permanecen un instante en la cresta y luego son tragadas al fondo del
mar. Soberano sobre el incesante cambio, permanente, inconmovido, el Buddha
estaba sentado en meditación, pues la perfecta paz y tranquilidad fueron el
símbolo de su logro. Rodeado de multiplicidad de cosas él solo permanecía
consciente de una: la eternidad y la permanencia de su espíritu
inmortal.
Esparcidas por todo
el Oriente vense estatuas del Buddha meditando. Su faz serena, grandiosa e
inexpresiva mira hacia abajo desde elevados altares obscuramente visibles a
través de las celosías de los ventanales de los templos. Cien mil, un millón de
imágenes, grandes y pequeñas, nuevas y viejas, algunas adornadas y alhajadas,
otras derrumbadas y cubiertas de malezas, pero siempre una misma expresión, un
maravilloso e impasible semblante, y en cuya serenidad de líneas están yacentes
todas las expresiones. Muchos imperios buddhistas se han desmoronado, y
millones de sus estatuas han sido abatidas por el despiadado salvajismo del
hombre. Los cataclismos sísmicos, han derrumbado las grandiosas imágenes,
dejándolas semienterradas. Sus templos han sido incendiados sobre ellas y sus
monjes desterrados, pero aún irradia paz el gran rostro, inalterado,
inconmovido, indiferente al vaivén de las cosas, y habla con más fuerza que las
palabras para el espíritu de fe.
Si los hombres de
Occidente pudiesen conocer el camino de la inmortalidad del Buddha, Si
solamente la discordia, la agitación y la incesante confusión pudiesen dar
lugar a la paz y dignidad de su antiguo sendero, viviríamos mucho más y
podríamos realizar mayormente. Pero el mundo Occidental está dominado por sus deseos;
vive tan sólo para sus sentidos materiales; diviniza la ilusión; cada alma
tiene su precio en oro y plata, y los niños que vienen al mundo son educados
como maquinas insensibles destinadas a llevar a la culminación el proceso de
acumulación. Nunca más que hoy tenemos necesidad de Sus enseñanzas, que
mostraban a sus discípulos la falacia de la búsqueda mundana, y que la
felicidad sólo deriva de la sabiduría y que la paz es tan sólo un subproducto,
una de las muchas virtudes resultantes del recto vivir y tan sólo de él.
Vivimos en un mundo de ciclos, y a ciertos intervalos se recapitula lo que ha
sucedido precedentemente. Algún día reconoceremos la necesidad del autocontrol
y entonces recordaremos más cariñosamente que ahora al que tanto sufrió y tan sinceramente
trabajó para transmitir ese conocimiento al mundo. La del Buddha es la buena
ley, porque Él dice:
“Quien no es feliz
con poco no lo será con mucho; quien no aprecia lo pequeño no podrá ser
cuidadoso de lo grande; a quien lo suficiente no basta esta al margen de la
virtud, pues el cuerpo físico vive de un día para otro y si se le proporciona
lo que realmente necesita habrá tiempo todavía para la meditación, mientras que
Si se trata de darle cuanto desea "la tarea sería inacabable".
El Buddha enseña a
sus discípulos a vivir no para el día
solamente sino para ese gran día en que las vidas parecerán breves y los
nacimientos y muertes como el oscilar de un péndulo, en que sus vicios seguirán
desafiando eternamente a sus almas a menos que se los haya rectificado, a ser
humildes, sencillos, modestos en todo, afectuosos para todos, no solamente con
los seres humanos sino que también con las flores y los animales, a cuidar y
servir a toda manifestación de vida, que la vida persiste sobre la vida, y que
por eso la vida tiene una deuda con la vida, que aquéllos que mueren para que
otros puedan vivir no mueren en vano sino que aquéllos que viven por sobre
ellos usarán esa vida tan libremente dada para servir a la vida una que todo lo
dio.
H. G. Wells tomó al
gran Buddha, le arrancó sus diademas, le quitó sus doradas vestimentas, despojó
a la Fe de sus posteriores agregados y presentó al Buddha tal como era en
realidad, el simple peregrino, el corazón cariñoso, inegoista, que paseó por la
superficie del mundo sus tres grandes interrogantes, con plena conciencia de
que hasta tanto no fuesen contestados, el género humano no podría ayudarse a si
mismo ui colaborar con el plan que le había dado el ser. Las respuestas que Él
dio fueron:
¿De dónde venimos?
Del pasado, de lo que hemos hecho antes, de las tareas incumplidas, de los
efectos incompletos de nuestros pasados vicios y virtudes, de los pecados de
nuestra carne, de las tinieblas de nuestra ignorancia, de la cadena de vidas
que nos alza del cieno y de la inmundicia, del comienzo de las cosas, de la fe
del Dharma, de la caída de las cosas en la separatividad, de la diversificación
del Uno, llevando de vida en vida el lastre del pasado siempre con nosotros,
formando un extraño grupo guiado por el demonio del Deseo, de nuestras faltas y
caídas, danzando alrededor de nuestras torturadas almas. Así llegamos al
presente, trayendo con nosotros las virtudes y vicios del pasado, impelidos por
la perpetua ley desde la ignorancia hacia la unidad de la sabiduría.
¿Por qué estamos
aquí? A consecuencia del pasado, pues el pasado origina el presente y de éste
nace el futuro; estamos aquí para terminar o al menos proseguir las tareas que
dejamos incompletas desde el origen de las cosas; hemos sido traídos aquí por
nuestras alegrías y dolores, y la mayoría hemos sido conducidos hasta aquí por
nuestros deseos, y aquí permaneceremos hasta que haya muerto el último de
ellos, hasta que la última posesión haya sido renunciada, hasta que la última
porción de personalidad que hayamos acarreado con nosotros retorne al gran Todo
de donde proviene. Si nacemos ignorantes, acumulamos; si nacemos en sabiduría,
difundimos. Para el sabio, la vida que aquí se vive es una oportunidad para
desembarazarse del lastre que ha acumulado en el pasado, de librarse de sus
opiniones y puntos de vista, de sus concepciones de la vida y de la muerte, y
de dejar todo eso atrás para comenzar a hollar el Sendero del Medio. Ante el
portal del futuro el camino se bifurca: uno conduce al Nirvana, y es el noble
sendero de la realización; el otro retrocede y se desvía más y más hasta que el
espíritu aprende su lección y decide hollar el Sendero del Medio.
¿Adónde vamos? Vamos
a enfrentarnos con lo que hemos merecido, al encuentro de los efectos de las
causas que promovimos. Aquéllos cuya labor ha sido incompleta, rodarán
solamente por la periferia de la rueda para retornar y completar sus tareas. En
cambio, aquéllos pocos que han hollado el sendero de equilibrio que conduce al
Nirvana, donde una vez agotadas sus acciones, los seres se reúnen con la Causa
Incausada de la que partieron, van para aguardar el nuevo destino que el
Creador considere apropiado asignarles. Se dice que el Señor Buddha ha
terminado sus tareas, que ha aprendido la única lección que el mundo puede
enseñar: la lección del discernimiento, y habiendo aprendido a elegir
sabiamente entre lo permanente y lo impermanente, desenmascaró a la gran
ilusión. Desenmascarar los defectos es la tarea del alma; conservar el
equilibrio en medio de las cosas es el camino del Buddha; contemplar la vida
pero no dejarse atrapar por ella es la ley del Buddha; salir de la vida y
penetrar en nueva vida es el deseo del Buddha. Reunirse con la Causa Infinita,
volver a conocer al Radiante Uno del que todo proviene, unificarse con el
Eterno Aquello que es suma de todas las cosas, esto es liberación, esto es
libertad. Reabsorberse en la Realidad es la meta del Glorioso Buddha.
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