BUDDHA EL AMIGO DEL HOMBRE
MANLY PALMER HALL
No
existe carácter más sublime, entre todos los servidores del género humano, que
el del Señor Sakyamuni quien, con justicia, ha merecido el titulo de “La Luz de
Asia". Justo sería que todas las naciones y razas fuesen educadas en el
respeto hacia aquellos seres inegoístas y compasivos que renunciaron a la vida
que apreciaban y salieron a defender la causa del prójimo ante la Divinidad.
El
mundo cristiano, fraccionado por tantas barreras religiosas y raciales, desdeña
a menudo las doctrinas filosóficas del lejano Oriente. No advierte que las
grandes mentes no son patrimonio exclusivo de un país en particular sino de
toda la humanidad. En el inescrutable y desconocido Oriente resplandece una luz
que ha disipado las tinieblas espirituales de centenares de millones de seres
vivientes. No podemos permitirnos el ignorar esta gloriosa luz.
La
enseñanza buddhista es la más amplia que el mundo ha conocido, y al mismo
tiempo se afirma que sus adherentes alcanzan a la mitad de la humanidad
viviente. Será conveniente pues, en esta culta época, que dispongamos de toda
la información posible concerniente a la más difícil de todas las ciencias: la
ciencia del vivir. El Buddha Gautama fue un maestro en el arte de vivir, y su
penetrante, lógico y razonable punto de vista acerca de la vida y sus
responsabilidades habrán de ser muy útiles para rectificar las actuales
costumbres, que encadenan la mente de los hombres.
Dios
actúa de modos diversos, mediante muchos recursos y en múltiples lugares, pero
si alguna vez ha existido alguien a través de quien el Todopoderoso trabajó por
la causa de la comprensión humana, ése fue el compasivo Señor del Loto. La
enseñanza del Buddha, plena de verdades sencillas y sanas deducciones, de
ningún modo se opone a los principios del cristianismo; al contrario, ayuda al
mundo Occidental en su gran tarea de estudiar sus propias escrituras.
Estudiando
la condición del gran príncipe Siddhartha, sobre quien descendieron - o mejor
dicho, dentro de quien se desarrollaron - los áureos poderes del buddhado,
descubrimos que estamos encarando un doble misterio. En primer término, tenemos
el individuo histórico; lo hallamos luchando contra la intolerancia religiosa
de su época, convertido en adalid de la causa del hombre común, y ofreciendo
por igual, a los humildes y a los poderosos, la misma esperanza de
inmortalidad. En segundo lugar, y paralelamente a esto, tenemos el mito cósmico
relacionado con una grandiosa cadena de celestiales Buddhas y Boddhisattvas, de
los cuales el humilde peregrino de dorado atuendo era el vigésimo noveno. Si
bien poca duda cabe acerca de que realmente vivió, el verdadero misterio del
Señor Gautama y su peregrinación en busca de la sabiduría yace en la
interpretación espiritual de la alegoría histórica. El maravilloso iniciado,
que ganara el dorado manto de la inmortalidad con su sinceridad y su devoción,
demostró las infinitas posibilidades latentes en la evolucionante conciencia de
cada ser.
A
menudo se hace referencia a Jesús como el León de la Tribu de Judá, y es
interesante observar que al Buddha también se le adjudica el título
complementario de Sakyashina, que significa "león".
La
vida del Buddha es un notable relato de altruismo, servicio y grandiosos
ideales. Fue hijo de un Rey, rodeado de lujo, a todo lo cual renunció para así
poder salir como peregrino mendicante en busca de respuesta a los problemas del
destino humano. Se cuenta que en su juventud, viendo tanta miseria a su
alrededor, decidió dedicar su vida a conseguir respuesta a los tres grandes
interrogantes: ¿De dónde venimos? ¿Por qué estamos aquí? ¿A dónde vamos? Esta
decisión fue resultado de cuatro sucesos notables, que algunos aceptan como
hechos literalmente acaecidos y que otros califican de visiones que se le
hicieron percibir a fin de que no pudiese olvidar el magno ministerio para el
cual vino al mundo.
El
primero de estos misteriosos acontecimientos le obligó a poner su atención
sobre el problema de la vejez, la enfermedad y la muerte. "¿Por qué
envejecemos?" preguntó; pero nadie pudo responderle. ¿Cuál es el origen de
la enfermedad, que súbitamente y sin razón aparente, marchita la vida y priva
al hombre aún de una temporal felicidad? ¿Qué es esa forma silenciosa y fría
yacente en el lecho de muerte? ¿Muere allí la conciencia? ¿Es la muerte el fin
de todo, o es una liberación, un portal que se abre hacia otra mansión más
allá?". El joven príncipe meditó hondamente sobre esos problemas, mas no
pudo hallar respuesta. Entonces sobrevino la cuarta visión, siéndole revelada
la imagen de un santo, de apacible y calma faz, con la certeza de la
inmortalidad en el alma. Así le fue mostrado al príncipe, con el ejemplo del
humilde mendicante, que la paz y la comprensión eran la verdadera felicidad.
Impulsado
por las grandes necesidades de los hombres, el Príncipe de la India abandonó
silenciosamente su palacio y dejando atrás todo terrenal apego, marchó pobre y
solo entre montes y valles del Hindostán, interrogando a todos cuantos se
ponían en contacto con él si podían arrojar alguna luz sobre el misterio de la
vida humana. Nunca obtuvo respuesta. Los sabios argumentaron y filosofaron
sobre muchas cosas, pero ninguno pudo desatar el nudo del destino humano.
Mortificó su carne, y por sus ascéticas austeridades cobró gran fama de santo.
Oró, ayunó y marchó rodeado de discípulos que lo adoraban por su incansable
celo y su notable valor. Finalmente, debilitado por la desnudez, atormentado
por el severo ascetismo y desnutrido, su cuerpo se abatió y, de pronto, el
joven peregrino fue consciente de que todo su ardor y automortificación no lo
habían llevado a ninguna parte, que estaba tan lejos de la solución como cuando
vivía ocioso en el palacio de su padre.
De
resultas de tan franco diálogo consigo mismo, Gautama pidió alimentos y los
comió con deleite. Inmediatamente lo abandonaron sus discípulos, y el ídolo de
la India se desplomó de su sitial. El gran santo había comido como lo hacían
los pecadores. Abandonado y acosado por la incertidumbre, siguió andando,
tentado por los demonios de los mundos inferiores y debilitado por el
reconocimiento de su propio fracaso.
Finalmente,
débil y abandonado, Gautama se cobijó bajo el amplio ramaje del Bo, donde tomó
la firme decisión de permanecer hasta solucionar definitivamente por si mismo
los problemas que lo atormentaban. Lentamente, a medida que las horas pasaban,
una gran paz iba descendiendo sobre él. Su mente, ya no más atrapada por la
angustia y la duda, se iluminó. Gradualmente se fue elevando sobre los mundos
del espacio y pudo abarcar así claramente todo el drama de la existencia
humana; vio tanto las causas de las cosas como su remedio. Los demonios que le
habían acuciado hasta entonces, se doblegaron ante él en reverente adoración.
La Naturaleza toda se regocijó. Los dioses dispensaron sus bendiciones y el
Instructor del Mundo quedó ya ordenado para su ministerio. Fue entonces que el
Príncipe Gautama se convirtió en el Señor Buddha. Perfecto en sabiduría y en
comprensión, libre del velo de la ilusión, se levantó de su asiento bajo el
ramaje del Bo y partió a predicar el evangelio de la liberación. Atravesando la
antigua Benarés, se detuvo en la aldea de Sarnath, donde se encontró con cinco
de los discípulos que le había abandonado, les persuadió que le escucharan y
allí, sobre un montecillo, rodeado por aquellos cinco, el Señor Buddha predicó
su primer sermón e hizo los primeros cinco conversos de lo que posteriormente
habría de ser la religión más difundida del mundo. Durante un lapso de más de
cuarenta y cinco anos, predicó el evangelio de la iluminación, que él llamaba
la Doctrina del Dharma, la filosofía del Sendero del Medio. Él condenó todos
los extremos; abolió la mortificación de la carne e instruyó a sus discípulos
en una grandiosa filosofía moral, que tiene tanta validez hoy como el día en que
se predicó por vez primera. Impulsó el giro de la rueda de la ley y es hoy
reconocido como uno de los grandes benefactores del mundo. Finalmente, después
de más de ochenta años de servicio para la humanidad, dejó este mundo, rodeado
de sus discípulos , siendo las siguientes sus últimas palabras:
"Parto
ahora al Nirvana; mis preceptos os dejo. Los elementos del Omnisapiente se
disgregarán, pero las Tres Gemas perdurarán. Monjes, os digo que, habiéndose de
disolver las partes y los poderes del hombre, trabajéis con diligencia por
vuestra salvación".
(Las
tres Gemas son: la vida del Buddha, la enseñanza del Buddha y la Orden del
Buddha).
Así
se cerró el ciclo de la existencia terrenal de una de las más maravillosas
almas que hayan jamás luchado para emancipar al género humano de las
limitaciones de la ignorancia, que vivió y confió su alma a la filosofía en la
que había adoctrinado a los demás. El Buddha vivió para ver a la religión
fundada sobre su doctrina alcanzar una posición de influencia y poder. Se cuenta
que Él mismo quemó su propio cuerpo en la pira funeraria después de fracasar
todas las tentativas por encenderla; sus cenizas, divididas en ochenta mil
partes por el emperador Asoka fueron llevadas a todos los ámbitos del mundo
conocido, y para contenerlas, erigieron magníficos monumentos, dagobas y torres
aquéllos que amaron sus enseñanzas.
Baste
lo dicho en lo que concierne al hombre, y consideremos ahora el espíritu del
Buddhismo, mucho más antiguo e intrincado que el humilde ser que lo manifestara
entre los hombres.
Buddha,
el Compasivo, quien después de haber dominado los deseos inferiores de vivir
abrió en si mismo el Ojo Buddhico, tal como lo relata la leyenda del árbol Bo,
estableció, finalmente, que dos grandes leyes eran la verdadera clave del,
misterio del ser, y han llegado hasta nosotros con el nombre de Ley de
Reencarnación y Ley de Karma. Se dice del mismo Buddha que Él recordaba más de
quinientas de sus vidas terrenas anteriores. Sobre los muros de uno de sus
templos en Java hay una serie de relieves esculpidos en la roca que se supone
representan todas sus apariciones sobre la tierra desde la época en que Él era
una tortuga marina. Sus discípulos
gustaban tanto en señalar su grande y sincera devoción por el prójimo
que aún lo reputaban como amigo del hombre en su encarnación como tortuga, al
describirlo guiando hacia tierra a un grupo de marineros náufragos. Pocos son
los que han merecido el titulo de "Amigo de la Humanidad", pero en
Oriente nadie discute el derecho del Señor Buddha a ser llamado el gran
humanitario, el gran reformador religioso y servidor de la humanidad.
Los
buddhistas enseñan que la vida de un gran liberador tipifica un conjunto de
ciertos procesos espirituales que se verifican en el cuerpo humano y ciertos
aspectos de nuestra siempre evolucionante conciencia. Se ha supuesto que todos
los semidioses y criaturas celestes del mundo antiguo no solamente
personificaban grandes fuerzas de la Naturaleza, sino que también ciertos
principios fijos en la constitución del alma humana. El Buddha simboliza el
esfuerzo y el peregrinaje de todo buscador de la verdad, y también la interna
conciencia espiritual en la búsqueda de su perdido trono y desde el cual, algún
día, regirá la naturaleza del hombre.
El espíritu
humano es como un humilde y errabundo mendicante, buscando sabiduría en
la superficie de los mundos inferiores, ascendiendo con la vista fija en las
altas cumbres nevadas, sosteniendo su platillo limosnero o lota, no para
recoger monedas sino aquellas aguas de vida que son imprescindibles para el
crecimiento del alma.
Se
nos cuenta, que cuando el Buddha marchaba errante, desposeído y solo,
necesitando vestimenta, entró en un cementerio, tomó la andrajosa mortaja de un
cadáver, hecha con tela amarilla. En Oriente está muy difundido el manto
amarillo, que ha pasado a ser universalmente aceptado como la vestimenta del
monje buddhista. Una vasta organización ha adoptado como símbolo la mortaja que
el Maestro tomó del muerto, y así surgió la Hermandad del Manto Amarillo, en
honor del amado Maestro, y cuyos miembros se sienten enaltecidos e inspirados
por el privilegio de usar una vestidura copiada de la que el Señor Buddha había
tomado del cementerio. Más de un místico oriental aspira a hacerse merecedor de
usar tal vestimenta. Mientras tanto, se prepara para tan magno día, y
peregrinando por tierras desconocidas también lo encontramos con su trenza que
usa para ceñir su vestimenta o que, rodeando su cuello, desciende hasta su
corazón. Como él es un místico, alguna vez trepa por esa cuerda mística mucho
más fuerte que cualquiera de sus trenzas y que está compuesta por su espíritu,
su mente y su cuerpo, entrelazados en una sola cuerda lo suficientemente recia
como para soportar a su conciencia en tanto asciende, dejando atrás el ruinoso
templo del hombre inferior.
El
manto amarillo representa las energías vitales transformadas que, irradiando a
través del cuerpo vital, forma en torno suyo un halo de dorada luz. Nunca habrá
un cristiano demasiado bueno como para usar una dorada vestimenta como aquélla
a la que el Buddha ganó el derecho de llevar, pues el manto amarillo simboliza
el aura luminosa que los cristianos pintan en torno a la cabeza y el cuerpo de
sus santos, el traje nupcial del que San Pablo hablara. Somos todos príncipes
de la India, sin consideraciones de nacionalidad o credo, y cada uno de
nosotros algún día abandonará el reino de la tierra, tal como lo hizo el Señor
Buddha, para ir en busca de aquella eterna luz que es la vida del hombre.
Más
allá de la naturaleza inferior del hombre, de aquella parte de su constitución
que siempre quiere comodidades, gratificación de sus deseos y que corre tras la
felicidad momentánea, existe un reino por el cual todos habremos de renunciar
al predominio de aquella inferior naturaleza. No habremos de abandonar nuestra
mundanalidad por obligación, sino porque descubriremos que existe algo más
importante, algo más permanente y más deseable. Alguna vez, como el joven
príncipe, percibiremos el desdichado y triste destino de aquéllos que viven atrapados
en los mundos inferiores y sentiremos la necesidad de desechar esas cosas y de
buscar tesoros eternos. Entonces también nosotros abandonaremos la regia
vestimenta del materialismo e iniciaremos nuestro peregrinaje hacia las altas
cumbres que llevan a las mansiones de los Adeptos, entre los despeñaderos de
los Himalayas. También nosotros leeremos el mensaje del loto y habiendo visto
la gloria de sus flores abiertas, reconoceremos que no somos más que pimpollos
esperando el tiempo en que habrán de florecer con la gloria de la despertada
conciencia.
Así,
el Buddha, aún no bautizado por el grandioso poder de la verdadera iluminación
espiritual busca, bajo todos los climas y a través de todas las regiones, la
respuesta al problema de la conciencia humana. Errando por las grutas de la
India septentrional, fue de uno a otro adepto, pero su búsqueda fue vana, hasta
que, finalmente, y dentro de si mismo, encontró la respuesta al eterno
interrogante. Su propio cuerpo, purificado por la oración y la meditación. que
en esta esfera de conciencia es servicio y cotidiano dominio de los problemas,
habíase eterizado tanto que irradiaba la dorada luz interior del espíritu y
aparecía como ataviado por vestimenta que ningún rey podía comprar. El gran ojo
- duplicado esotérico de los órganos físicos - se abrió y le fue dado ver la
respuesta de todo humano problema; respuestas que evidenciaban la divina
omnipotencia y la omniabarcante guía de un Dios justo y misericordioso.
Lo
mismo ocurrirá con todo individuo cuando él - o mejor dicho, su foco de
conciencia - reposando bajo el árbol Bo de su columna vertebral, domine las
etéreas y tentadoras formas que acuden a quebrar su silencio. Entonces,
liberada su conciencia de los cuerpos inferiores y abierto el ojo del espíritu
luego de su peregrinaje, verá el gran plan dentro del cual tiene su ser.
Hace millones de años, cuando la inicial oleada de vida se agitó por vez
primera sobre nuestro planeta, contemplamos la manifestación de un eterno
peregrinaje que, millones de años después continuaba a través de formas que no
podríamos reconocer; y millones de años en el futuro estaremos aún justificando
al eterno peregrino, en busca de mayor y más plena comprensión, y en la
apertura de cada nuevo ojo nos trae la certeza de otros aún dormidos y el
desarrollo de cada nueva facultad nos muestra más claramente aún el gran número
de facultades todavía latentes.
Se
dice que el Buddha era llamado el león. El león es el rey de los animales, y
durante muchos siglos todos los miembros de la familia de los gatos, de la cual
es miembro el león, han sido considerados como sagrados. Hay dos razones para
ello. La primera es que cuando el gato yace arrollado sobre si mismo,
generalmente con la cabeza tocándose la cola, y teniendo en cuenta las
corrientes magnéticas especiales que circulan a través del cuerpo de un gato,
se lo imaginó como un símbolo del universo y las corrientes espirituales que se
desplazan en torno y a través de él. De ahí que la familia de los felinos era
considerada como sagrada por los sacerdotes egipcios de Bubastis, especialmente
los gatos tricolores. La segunda razón para su veneración es la facultad que se
atribuye a todos los gatos de ver en la obscuridad, simbolizando entonces la
visión espiritual, capaz de ver en las tinieblas de los mundos inferiores. Hay
una tercera razón por la cual, tanto el Buddha como el Cristo, eran llamados
leones; el león es el símbolo del valor, y aquéllos que carecen de valor bien
pronto abandonan la gran lucha por la iluminación espiritual.
Las
estatuillas e imágenes del Buddha que pueden verse en la actualidad en las
vidrieras muestran usualmente al Señor del Loto con una pequeña bolilla dorada
en la frente, entre los ojos; esto simboliza al centro de la conciencia
espiritual en actividad, o chispa divina en el hombre que es ubicado en el seno
frontal, entre los ojos físicos, justamente encima de la raíz de la nariz.
También en muchas imágenes encontraremos símbolos que vale la pena estudiar;
por ejemplo, los hermosos pimpollos y flores que aparecen bordados en sus
vestiduras y que representan, sin duda, los centros espirituales, activados y
rotando dentro de su aura. En muchas estatuas vemos que una de las manos del
Buddha señala hacia arriba y la otra hacia abajo. Uno de los cuadros más
famosos que representan a Platón y Aristóteles muestra a uno de los filósofos
señalando al cielo y diciendo: "Hemos nacido del cielo" y el otro,
señalando hacia abajo, respondiendo: "Hemos nacido de la tierra". En
el Buddha, el equilibrio entre ambas actitudes y el Sendero del Medio está
simbolizado por sus manos, una de las cuales pide arriba y la otra ayuda abajo.
En otras imágenes lo vemos con sus manos formando un amplio círculo sobre su
regazo, y sus pies cruzados debajo de ellas. Esto simboliza el completamiento de
los dos grandes circuitos de energía actuantes dentro del cuerpo humano, ambos
forman la figura del número ocho, o la extraña figura trazada por la naturaleza
en la cabeza de la cobra.
Si
bien hace siglos que Gautama dejó esta tierra, poca duda cabe de que los
adherentes de su religión sobrepasan en número a los de cualquiera otra. En los
últimos años, numerosos cristianos han abrazado la fe budista, como resultado
de una más auténtica comprensión, pues el hombre promedio no advierte que el
Cristianismo, como doctrina, incluye a todas las demás religiones. Mucho de la
amplitud del Cristianismo se ha perdido por la estrechez de algunos que se
llaman a si mismo cristianos, pero tiempo vendrá en que cada estudiante de la
verdad se regocijará de encontrarla en todas partes y comprenderá que el
conocimiento que un cristiano puede obtener de las religiones que precedieron a
la propia, si se utiliza adecuadamente, le ayudará a ser mejor cristiano.
En
las enseñanzas de todos los Iluminados se encontrarán muchas conexiones que han
sido omitidas, o mejor dicho, ocultadas por individuos de estrecha mentalidad y
sin las cuales el Cristianismo resulta algo demasiado complicado para el hombre
común. El Buddha fue uno de los hijos de la Gran Luz; fue enviado por la Gran Fraternidad
Blanca para actuar entre los hombres. Desempeñó fielmente su tarea de mensajero
de los poderes de la luz y, sin distinción de credo o doctrina, todo el mundo
debe rendir homenaje a esos altruistas seres que han trabajado por su
mejoramiento. Pocos son los que han renunciado a tanto en nombre de la Verdad
como el Príncipe Siddhartha, y en sus enseñanzas expuso, sin retaceos y sin
temores, las verdades en que creía. Así como Jesús desgarró el velo del Templo
de Jerusalén y dio a toda la humanidad los misterios de la creación, así
también el gran Buddha, la Luz de Asia, desgarró el velo del templo de Brahman
y llevó a los pobres y a los humildes, a los sudras y a los esclavos, aquellas
verdades que ahora se han difundido sobre más de los tres cuartos del mundo
conocido. Oriente lo ama por todo el bien que hizo, abriendo los portales de la
inmortalidad a los pobres y a los humildes, transformando el ciclo de la
esclavitud en ciclo del progreso. En épocas pasadas, los sacerdotes buddhistas,
fueron hacia Birmania, Corea, Japón, China, Java, Siam y muchos otros países,
difundiendo la doctrina de compasión y de fraternidad entre millones de almas
dolientes. En vez de convertir con la espada, el Buddhismo se expandió
convirtiendo mediante el amor y probó que las cosas pueden crecer en la paz y
prosperar mediante la cooperación, y su fe se integra con una serie de
doctrinas educativas que ayudan a los hombres a desarrollar sus propias
facultades aún latentes.
Cada
cual debería sentir qué cosa maravillosa es ser capaz de auxiliar a los que
sufren. Hoy todavía somos los peregrinos, los mendicantes, que luchan en la
vida buscando la verdad; estamos donde estuvo Gautama en la época de su gran
renunciación; ante nosotros, se extienden los dos senderos, el del egoísmo y el
de la mortificación, y en medio de ellos se yergue el Señor Buddha, el radiante
instructor del Sendero del Medio, quien sabiamente se ubicó entre ambos
perjudiciales extremos, practicando el desapego y la moderación. ¿Cuál será
entonces nuestra elección?
La
Gran Fraternidad Blanca, la Escuela de los Grandes Maestros, actúa sobre el
hombre mediante sus semejantes, no por medio de ángeles del cielo y al dedicar
nuestra vida al servicio del prójimo es cuando nos convertimos en posibles
canales para la transmisión del bien, permitiendo que el poder de la luz haga
uso de nosotros.
Cuanto
más nos mejoremos a nosotros mismos y más desarrollemos nuestras latentes
posibilidades, con aquella divisa y aquel propósito de servicio como
pensamiento guía, tanto más próximo habrá
de estar el día en que el
espíritu del Cristo o del Buddha
descienda sobre nosotros y, de canales inconscientes, nos convirtamos en
vehículos conscientes para la difusión de la verdad entre los hambrientos de
ella que hay en el mundo. Deberemos realizar esta diseminación de la sabiduría
mediante el empleo de las facultades que habremos desarrollado a lo largo de
nuestro peregrinaje.
Cuando
pensemos en ese Maestro de Adeptos, veámonos en Él a nosotros mismos con las
ropas del mendicante y esfonzándonos por cambiar las vestimentas de nuestros
cuerpos inferiores por el dorado manto del Buddhado, que habremos comenzado a
entretejer desde el momento en que nos libremos del poder mortal de la ilusión.
Comprendamos que, tal como el Príncipe de la India, debemos llevar nuestro
pequeño cuenco de mendicante, pidiendo limosnas eternamente, clamando por guía,
fuerza y verdad, y rogando para que podamos recoger en la pequeña copa de
nuestra alma, y preservarlas en ella para gloria de Dios, las energías y fuerzas
vitales que ahora derrochamos insensatamente en medio de la incertidumbre.
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