¿QUÉ ES LO QUE BUSCAMOS? “J.
KRISHNAMURTI”
¿Qué es lo que busca la mayoría de nosotros? ¿Qué es lo que cada
uno de nosotros quiere? Sobre todo en este mundo de desasosiego, en el que
todos procuran hallar cierto género de felicidad, alguna clase de paz, un refugio,
resulta sin duda importante averiguar ‑¿no es así?- qué es lo que intentamos
buscar, qué es lo que tratamos de descubrir. Es probable que la mayoría de
nosotros busque alguna especie de felicidad, alguna clase de paz; en un mundo
sacudido por disturbios, guerras, contiendas, luchas, deseamos un refugio donde
pueda haber algo de paz. Creo que eso es lo que casi todos deseamos. Y así
proseguimos, yendo de un dirigente a otro, de una organización religiosa a
otra, de un instructor a otro.
Ahora bien: ¿andamos en busca de la felicidad, o lo que buscamos
es alguna clase de satisfacción de la que esperamos derivar felicidad? Hay una
diferencia, por cierto, entre felicidad y satisfacción. ¿Podéis buscar la
felicidad? Tal vez podáis hallar satisfacción; pero, ciertamente, no podéis encontrar la
felicidad. La felicidad, sin duda, es un derivado; es un producto accesorio de
alguna otra cosa. Antes, pues, de consagrar nuestra mente y corazón a algo que
requiere gran dosis de seriedad, de atención, de pensamiento, de cuidado,
debemos descubrir ‑¿no es así?- qué es lo que buscamos: si es felicidad o
satisfacción. Temo que la mayoría de nosotros busque satisfacción. Deseamos
estar satisfechos, deseamos hallar una sensación de plenitud al final de
nuestra búsqueda.
Después de todo, si uno busca la paz puede encontrarla muy
fácilmente. Puede uno consagrarse ciegamente a alguna causa, a una idea, y
hallar en ella un refugio. Eso, a buen seguro, no resuelve el problema. El mero
aislamiento en una idea que nos encierra, no nos libra del conflicto. Debemos,
pues ‑¿no es así?-, descubrir qué es lo que cada uno de nosotros quiere, tanto
en lo intimo como exteriormente. Si esto lo vemos claro, no necesitaremos ir a
parte alguna, recurrir a ningún instructor, a ninguna iglesia, a ninguna
organización. De modo que nuestra dificultad ‑¿no es así?- estriba en aclarar
en nosotros mismos cuál es nuestra intención. ¿Puede haber claridad en
nosotros? Y esa claridad, ¿nos viene indagando, tratando de averiguar lo que
otros dicen, desde el más elevado instructor hasta el vulgar predicador de la
iglesia a la vuelta de la esquina? Tenéis que recurrir a alguien para
descubrir? Y sin embargo, eso es lo que hacemos, ¿no es así? Leemos
innumerables libros, asistimos a muchas reuniones; y discutimos, ingresamos a
diversas organizaciones, procurando con ello hallar un remedio al conflicto, a
las miserias de nuestra vida. O, si no hacemos todo eso, creemos que hemos
encontrado; esto es, decimos que determinada organización, determinado
instructor, determinado libro, nos satisface: en eso hemos hallado todo lo que
deseamos, y en eso permanecemos, cristalizados y encerrados.
Lo que buscamos a través de toda esta confusión ¿no es acaso
algo permanente, algo duradero, algo que denominamos realidad, Dios, verdad o
lo que os plazca? El nombre importa poco; la palabra no es la cosa,
ciertamente. No caigamos, pues, en la red de las palabras; dejad eso para los
conferenciantes profesionales. Hay por cierto, en la mayoría de nosotros, una
búsqueda de algo permanente, ¿no es verdad? Buscamos algo a lo cual podamos
adherirnos, algo que nos dé confianza, una esperanza, un entusiasmo duradero,
una constante certeza, porque en nosotros mismos nos sentimos inseguros. No nos
conocemos a nosotros mismos. Muchos sabemos en cuanto a hechos: lo que han
dicho los libros; pero no lo sabemos por nosotros mismos, no tenemos una
vivencia directa.¿Y qué es lo que llamamos permanente? ¿Qué es lo que buscamos y
qué nos dará ‑ o que esperamos ha de darnos ‑ permanencia? ¿No buscamos
felicidad, satisfacción, certeza duradera? Queremos algo que perdure
eternamente, que nos satisfaga. Si nos despojamos de palabras y frases, y vamos
al fondo de las cosas, eso es lo que queremos. Queremos placer permanente,
perpetua satisfacción; y a ello le damos el nombre de verdad, Dios o lo que
sea.
Y bien, queremos placer. Tal vez esta expresión sea muy cruda,
pero eso es realmente lo que queremos: conocimientos que nos den placer,
experiencia que nos dé placer, una satisfacción que no se marchite el día de
mañana. Y, habiendo experimentado diversas satisfacciones, todas ellas se han
desvanecido; y ahora esperamos encontrar una satisfacción permanente en la
realidad, en Dios. Eso, por cierto, es lo que todos buscamos: los inteligentes
y los necios, el teórico y el hombre práctico que lucha por algo. ¿Pero existe
satisfacción permanente? Existe algo que haya de perdurar?
Ahora bien: si buscáis satisfacción permanente y le llamáis
Dios, o la verdad, o lo que os plazca ‑el nombre no interesa- debéis por cierto
comprender aquello que buscáis ¿no es así? Cuando decís "busco felicidad
permanente" (Dios, la verdad o lo que sea), ¿no es preciso también que
comprendáis al que busca, al buscador, al investigador? Porque es posible que
no haya tal seguridad permanente, tal dicha perpetua. La verdad puede ser algo
enteramente distinto; y yo pienso que es totalmente diferente de aquello que
podéis ver, concebir, formular. Antes de buscar algo permanente, entonces, ¿no
es evidente que se necesita comprender al que busca? ¿El buscador es diferente
de la cosa buscada? Cuando decís "busco la felicidad", ¿es el
buscador diferente del objeto de su búsqueda? ¿El pensador es diferente del
pensamiento? ¿No son un fenómeno conjunto, más bien que procesos separados? Es
indispensable, por consiguiente ‑¿verdad’’-, comprender al buscador antes de
intentar descubrir qué es lo que él busca.
Debemos, pues, llegar al punto en que nos preguntemos, de modo
serio y profundo, si la paz, la felicidad, Dios, o lo que os plazca, pueden
sernos dados por otra persona. ¿Puede esta búsqueda incesante, este anhelo,
darnos ese extraordinario sentido de realidad, ese ser creativo, que surge
cuando nos comprendemos realmente a nosotros mismos? ¿Acaso el conocimiento
propio nos llega siguiendo a alguna otra persona, perteneciendo a alguna
organización en particular, leyendo libros, y así sucesivamente? Después de
todo, ese es el principal problema: que mientras yo no me comprenda a mí mismo,
no tengo base alguna para el pensamiento, y toda mi búsqueda será en vano. ¿No
es así? Puedo escapar hacia cosas ilusorias, puedo huir de la contienda, del
esfuerzo, de la lucha; puedo adorar a otro; puedo buscar mi salvación a través
de otra persona. Pero mientras yo no me conozca a mí mismo, mientras no me dé
cuenta del proceso total de mí mismo, no tengo base alguna para el pensamiento,
para el afecto, para la acción.
Pero eso es lo último que deseamos: conocernos a nosotros
mismos. Esa, por cierto, es la única base sobre la cual podemos construir algo.
Pero antes de que podamos hacerlo, antes de que podamos transformarnos, antes
de que podamos condenar o destruir, es preciso que sepamos lo que somos.
Continuar buscando, cambiando de instructores religiosos, de guías
espirituales, practicando la "yoga", ejercicios respiratorios,
cumpliendo ritos, siguiendo a Maestros y demás cosas por el estilo, es
totalmente inútil, ¿verdad? Ello carece de sentido, aunque aquellos mismos a
quienes seguimos nos digan: "Estudiaos a vosotros mismos", porque lo
que nosotros somos, el mundo es. Si somos mezquinos, celosos, vanos, codiciosos
‑eso es lo que creamos en torno nuestro, esa es la
sociedad en que vivimos.
Paréceme, pues, que antes de emprender un viaje para hallar la
realidad, para encontrar a Dios, antes de que podamos actuar, antes de que
podamos tener relación alguna unos con otros ‑y eso es la sociedad- es esencial
que empecemos por comprendernos a nosotros mismos en primer término. Y yo
considero persona seria a aquella a quien eso le interesa completamente, ante
todo, y no cómo llegar a determinada meta. Porque, si vosotros y yo no nos
comprendemos a nosotros mismos, ¿cómo podremos, en la acción, operar una
transformación en la sociedad, en nuestras relaciones, en nada que hagamos? Y
ello no significa, de seguro, que el conocimiento propio se oponga a la
convivencia o esté aislado de ella. No significa, evidentemente, acentuar lo
individual, el "yo", como opuesto a la masa, como opuesto a los
demás.
Ahora bien: sin conoceros a- vosotros mismos, sin conocer
vuestra propia manera de pensar, y por qué pensáis ciertas cosas; sin conocer
el "trasfondo" de vuestro "condicionamiento", ni por qué
tenéis ciertas creencias en materia de arte y de religión, acerca de vuestro
país y vuestros vecinos, y acerca de vosotros mismos, ¿cómo podéis pensar
verdaderamente sobre cosa alguna? Si no conocéis vuestro "trasfondo"
si no conocéis la substancia ni el origen- de vuestra pensamiento, vuestra
búsqueda resulta del todo vana, por cierto, y vuestra acción carece de sentido.
¿No es así? Tampoco tiene sentido alguno el que seáis americanos o hindúes, o
que vuestra religión sea una u otra.
Antes, pues, de que podamos descubrir cuál es el propósito final
de la vida, qué significa todo esto: las guerras, los antagonismos nacionales,
los conflictos, toda esa barahúnda, debemos ciertamente empezar por nosotros
mismos, ¿verdad? Ello suena tan sencillo; pero es extremadamente difícil.
Para seguirse uno mismo, para ver cómo opera el propio pensamiento, hay que
estar extraordinariamente alerta. Así, a medida que uno empieza a estar cada
vez más alerta ante los enredos del propio pensar, ante las propias respuestas
y los propios sentimientos, empieza uno a ser más consciente, no sólo de sí
mismo sino de las personas con las que está en relación. Conocerse a sí mismo
es estudiarse en acción, en la convivencia. Mas la dificultad está en que somos
muy impacientes; queremos seguir adelante, queremos alcanzar una meta. Y a
causa de ello no tenemos tiempo ni ocasión de brindarnos a nosotros mismos una
oportunidad de estudiar, de observar. O nos hemos comprometido en diversas
actividades: ganarnos el sustento, criar niños, o hemos asumido ciertas
responsabilidades en diversas organizaciones. Tanto nos hemos comprometido de
distintas maneras, que casi no tenemos tiempo para reflexionar sobre nosotros
mismos, para observar, para estudiar. De tal modo, la responsabilidad de la
reacción depende en realidad de uno mismo, no de los demás. Y el seguir ‑como
se hace en el mundo entero- a los "guías espirituales" y sus
sistemas, el leer los últimos libros sobre esto o aquello, etcétera, paréceme
de una total vacuidad, absolutamente vano. Podréis, en efecto, recorrer la
tierra entera, pero tendréis que volver a vosotros mismos.
Y como casi todos somos totalmente inconscientes de nosotros
mismos, es en extremo difícil empezar a ver claramente el proceso de nuestro
pensar, sentir y actuar.
Cuanto más os conocéis a vosotros mismos, más claridad existe.
El conocimiento propio no tiene fin: no alcanzáis una realización, no llegáis a
una conclusión. Es un río sin fin. Y, a medida que se lo estudia, que en él se
ahonda de más en más, encuéntrase la paz. Sólo cuando la mente está tranquila ‑mediante
el conocimiento propio, no mediante una autodisciplina impuesta-, sólo
entonces, en esa quietud, en ese silencio, puede advenir la realidad. Es sólo
entonces cuando puede existir la beatitud, cuando puede haber acción creadora.
Y a mí me parece que sin esa comprensión, sin esa experiencia,
el mero hecho de leer libros, de asistir a conferencias, de hacer propaganda,
es del todo infantil; es simplemente una actividad carente de significado.
Empero, si uno logra comprenderse a sí mismo, y con ello producir esa vivencia
de algo que no es de la mente, entonces, tal vez, puede haber una
transformación inmediata en la convivencia alrededor nuestro, y, por lo tanto,
en el mundo en que vivimos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario